29 de abril de 2009

Aproximaciones entre Occidente y Oriente

Una de las cuestiones positivas de la Globalización que vivimos (no todo va a ser malo) es que al gran público se le abre la posibilidad de acceder a conocimientos que antes les estaban prohibidos. Uno de ellos son las llamadas Sabidurías Orientales. Si desbrozamos con paciencia todo el efectismo comercial de muchos de los aspectos que tratan de vendernos nos encontramos con unas formas milenarias de entender al hombre y al mundo. Formas muy anteriores al Cristianismo y la Filosofía y las Ciencias europeas. Uno de los tópicos más usados es que el mundo oriental es más orgánico y el mundo occidental más individual. Muchas razones hacen que esto sea sí, y se ha escrito enciclopedias sobre ello. Hoy quisiera reflexionar sobre un pequeño gran detalle.

Una de las cosas que más llaman la atención cuando nos acercamos a estas sabidurías es el respetuoso sometimiento de los pensadores a la tradición a la que pertenecen. Es la llamada pseudoepigrafía o la ausencia de un autor definido en los tratados filosóficos fundamentales. Lo importante en oriente es que las ideas se difundan, que la "buena nueva" se extienda por la humanidad, y por eso el filósofo individual es parte de un "organismo" superior, antepasado a él al cual se le debe veneración y respeto. El filósofo oriental se siente parte importante de un todo mayor y más importante que el mismo, y por eso el tao, o el brahman, o la jiva, o el nirvana están antes que su nombre en la posteridad.

    En occidente, en el inicio de la filosofía ocurría algo parecido, era algo importante y prestigioso ser pitagórico, académico, peripatético, cínico o estoico. Se seguía el camino andado por un primer maestro, era el que dejaba el nombre a la posteridad; nunca el éxito personal intentaba superar al del maestro, ni mucho menos a las ideas vertebradoras del pensamiento. Las reglas de juego cambiaron tras el túnel oscuro que supuso el medievo y todo lo que ocurrió en el asfixiante y monocromático pensamiento teológico-filosófico.

    El revival clásico de algunos renacentistas pronto cedió paso a los grandes nombres propios de la filosofía. El pensamiento occidental se estaba reinventando a sí mismo después de la oscuridad y la podredumbre medieval, ya no hay escuelas ni maestros a los que seguir. El primero que llegue al Everest pone su bandera. Y eso le da derecho de perdurar para siempre. El nacimiento de la ciencia moderna es un rodillo que ya no se para ante nadie: Bacon, Kepler, Galileo, Copernico, y más tarde llegó Newton que la clavó, así hasta nuestros días, una carrera de relevos a ver quien llega más lejos.

En Occidente es el individuo el que trasciende a la posteridad. En filosofía el que coronó primero y puso el listón fue Descartes, aquel soldadito que hacía ejercicios matemáticos entre batalla y batalla, y que luego con el ‘Cogito ergo sum’ partió la baraja y comenzó la nueva partida que siglo tras siglo iría compartiendo con Hume, con Leibniz, con el insuperable musolari prusiano Kant, con un tal Hegel, que aburría hasta las moscas, y un largo etcétera. Todos rebatían a todos. Con el paso de los siglos la croqueta de la filosofía europea se iba rebozando de racionalidad, de cientifismo y lógica. Aguantó más mal que bien los martillazos de Nietzsche y el diván de Freud. Y los retoques postreros no pudieron evitar que la Humanidad pariera Auschwitz e Hiroshima. Pero aquí sigue entre nosotros imponiendo su canon, dirimiendo lo bueno de lo malo, lo cierto de lo incierto, lo real de lo inventado. Marcando a fuego la dualidad en el mundo.

 Los filósofos imponen sus particularismos y los enfrentan a los otros particularismos, como si de dos realidades excluyentes se tratasen: solo puede quedar uno le dice el Kurgan al escocés en ‘Los Inmortales’. Esta especie de carrera a lo Ben Hur con la Ciencia, la Religión y la Filosofía fustigándose entre sí, convencidas de que sus argumentos son los auténticos verdaderos. Evidentemente, el gran público ha pasado olímpicamente de los galimatías mandarines de unos y otros, entregando la cuchara de su existencia al mundo de la superficialidad de la política posmoderna y al de los Medios de comunicación de Masas. Efectivamente mientras los referentes del conocimiento se pelean en la cocina de la casa, el resto del a familia retoza cómodamente delante del televisor.

En las sabidurías orientales nadie va a corregir a nadie, cada una de ellas marca su camino e invita a su sabiduría (como dice el maestro Panikkar). Te invita a que entres en la senda que marcaron hace siglos los maestros. Entras en ella y te conviertes en ella. El occidental está aterrado ante esta idea de desaparecer, de perder su individualidad dentro de algo que no sea el mismo, detesta convertirse en un adoquín más de los millones de adoquines que conforman el camino de la sabiduría, el conocimiento y la salvación. Para el occidental esto es incomprensible, y por lo tanto denostable y terrorífico. Para el oriental es lo natural, es el camino.