20 de octubre de 2010

El Principio de autoridad y la tradición

     Uno de los rasgos que caracterizan el mundo moderno en el horizonte occidental es la repulsa al llamado ‘principio de autoridad’. Pero si no queremos caer en las categorías simplistas y manipuladoras del orden político actual, tenemos que revisar este concepto que no tiene 'per se' un componente ni ideológico ni brutal.
     Especialmente, en el ámbito político y social, vivimos en una intolerancia al intolerante que se maneja con el ‘ordeno y mando’. Esta es la autoridad de sumisión, que sólo requiere la obediencia ciega y la abdicación de la razón por parte del que recibe la orden. Esta autoridad de gran vigencia histórica ha sido siempre arbitraria e irracional y ha coartado la libertad de mucha gente en muchas partes del mundo porque ha ido siempre asociada a la coerción física. De este modo de autoridad surge un modo de tradición cerrada y claustrofóbica, de gran violencia antropológica. Y como toda violencia genera violencia en los que están oprimidos.
     Pero en frente de este modelo de autoridad, en la antípoda de la misma, encontramos la llamada autoridad del reconocimiento. Esta es una autoridad adquirida por el esfuerzo y el trabajo en los ámbitos epistemológico y ético-normativo. Es una autoridad que se gana frente a los otros bien por ser un referente en el conocimiento, bien por ser un referente en la justicia y la buena conducta. Cualquier persona razonable y sensata, que se hace cargo de sus propios límites, entiende que esa persona tiene una perspectiva de la cuestión más amplia, acertada y certera que la propia y acepta su punto de vista y su voluntad, y no siente menoscabada ni su libertad ni su acción. De este modo de autoridad surge un modo de tradición abierta y cercana, en constante autoaprendizaje y perfeccionamiento, en la que el diálogo juega un papel importante.
     Podemos proponer algunos ejemplos de esta autoridad del reconocimiento. En las tradiciones espirituales orientales entre el maestro o gurú y su alumno o iniciado se establece una relación de autoridad de reconocimiento: el pequeño saltamontes se postra ante su maestro no para que éste acabe con su libertad, sino porque entiende que a través de sus enseñanzas su entendimiento y su libertad se agrandarán con creces. Todos tenemos en mente a algún médico eminente que por su dedicación y esfuerzo, trabajo y brillantez en su campo de estudio se ha ganado a pulso ser una autoridad en su campo. Y todos dicen del mismo, incluso con veneración y afecto, que es una autoridad. Otro: En cualquier ámbito laboral que podamos pensar, si una persona comienza a trabajar en el mismo y quiere hacerlo bien, realizará sus tareas siguiendo las enseñanzas de los más veteranos. Podemos poner alguno más. Pensemos por un momento en la infancia, nuestros pequeños se enfrentan a un mundo nuevo que se abre ante sus ojos. A su lado nos encontramos  los padres que somos realmente la tradición a la que ellos pertenecen. Los envolvemos, les protegemos y enseñamos a moverse por el mundo. De nosotros obtienen respuestas a muchas de sus infinitas preguntas. Para ellos la vida no es un experimento en el que registrar resultados. Los padres además vamos dándoles claves y parámetros para que puedan conseguir su autonomía física, emocional y afectiva, pero también reflexiva y moral. No sólo con lo que hacemos y decimos explícitamente, los niños tiene un sexto sentido inaudito para leer las líneas del fondo y hacer sus propias interpretaciones de nuestros actos ocultos o inconscientes. Por eso hay que tener tanto cuidado con los niños. La tradición del reconocimiento no se anquilosa ni se cierra entre el hijo y el padre: ¿cuántas veces no comenzamos a reflexionar los padres ante una pregunta de nuestro hijo que nos coge desprevenido, o nos hace pensar en algo que antes nunca habíamos pensado?
     ¿Qué clase de autoridad y de tradición queremos ser para nuestros hijos y por ende, para el mundo futuro? Ahí está una de las claves más importantes que el mundo actual, politizado y partidizado, capitalizado por lo tecnológico y el consumo, evita tratar con seriedad, valentía y respeto. Y cuando uno rechaza toda forma de autoridad, por fascista y totalitaria, incluida la segunda forma de autoridad de reconocimiento corre el riesgo de convertirse en un auténtico y completo estúpido.