19 de septiembre de 2011

El Pórtico y la Rueca

  En medio de un descampado descomunal había un Pórtico de piedra antigua desgastado por el paso del tiempo. Estaba allí  en medio, como arrojado al azar, en medio de ninguna parte, o quizás en el meollo de todo lo que existe, quién sabe. Hay cosas en esta vida que están ahí y nadie sabe bien el cómo y el porqué. En la parte de arriba, grabada sobre la roca podía leerse Moira. Delante del mismo se disponía una cola de personas que silenciosas aguardaban su turno para ponerse delante de la rueca. Junto al pilar izquierdo del Pórtico, una mujer de venerables canas tejía en silencio con una rueca.
A pesar del gentío solo era audible el traqueteo regular y armonioso del pedaleo de la anciana. El páramo que admiraba semejante procesión humana arrojaba a la vista de aquel que quisiera girar su mirada un espectáculo sin par de colorido floral. Todos los colores que la paleta de la naturaleza pudiera alguna vez siquiera mostrarnos, estaba allí presente. La cosa era que toda aquella compañía de personas andaba lentamente y cabizbajos, como muy preocupados por algo, tanto, que ni siquiera levantaban la vista para ver lo que había alrededor. Realmente parecía una procesión de islas independientes, alejadas unas de otras por mares profundos.
La abuela que movía la rueca, sin embargo, no tenía la cabeza gacha, ni la expresión cejijunta por la preocupación o el miedo, como todos los que se presentaban ante ella. Su rostro plagado de arrugas profundas parecía más un mapa lleno de ríos y montañas, tan bien trazados que nadie podría perderse al seguir sus pasos. Y la mirada, que penetraba como un estilete a todo el que la miraba, era de una oscuridad tenue, de esa clase que no da miedo sino curiosidad. Ese impulso que te hace que te preguntes que habrá ahí detrás, escondido, ocultado por la suave negrura.
Cada uno de los individuos que llegaban hasta el tramo final de su viaje y se enfrentaba a las profundidades de los ojos de la anciana caían, de repente, como en un despertar. Y la lucidez se apoderaba de ellos. La serenidad aparecía en sus gestos. Algunos sonreían. Otros miraban anonadados el majestuoso entorno por donde habían deambulado. Otros derramaban lágrimas de felicidad, mientras atravesaban el Pórtico en un pequeño pero deslumbrante destello de luz. Muy de vez en cuando, la hilandera se dirigía hacia alguno de aquellos viajeros para hablarles. Y su voz, debía impactar en lo más profundo de aquellas trémulas ánimas hasta el punto de devolverles la fuerza que habían perdido.
Durante eones el Pórtico, la hilandera y su rueca han estado allí, como allí han estado también el paisaje colorido de la Naturaleza viva, y el incesante tráfago de personas que, una detrás de otra, se dirigen a la eternidad, al Aídion que espera paciente tras el Pórtico. Pero hoy, estamos aquí para contar una pequeña historia, una más de las muchas historias que cada día se suceden en aquel lugar sin tiempo, en aquel tiempo sin espacio.
El hombre llevaba caminando un buen rato, un buen trecho en el que miraba al suelo y sólo veía los dos profundos surcos por los que movía sus pies. Eran como dos rieles en los que estaba encajado. Pero aquello no le preocupaba. Era otra cosa, era otra idea más vaga e imprecisa que rondaba por su cabeza pero que no era capaz de materializar en imágenes, o sonidos. Y andaba y andaba y se esforzaba por sacar del fondo de su pensamiento aquello que le afligía y que a cada paso entristecía más y más su corazón.
La cola se extendía por delante y por detrás. Ensimismado como estaba en sus cuitas, no oía el traqueteo de la máquina de hilar, ni el imponente monumento de piedra al que se acercaba, ni las flores y arbustos que sí lo miraban a él, y a todos los demás. Tampoco se percataba de las otras personas que recorrían el mismo sendero clavados a los mismos surcos. A fuerza de recordar, de exprimirse el alma, le venían a la cabeza algunas breves imágenes, cortos trozos de vida que no lograba recomponer.
Pero hete aquí que llegó su turno. Que acabó el sendero y los surcos excavados por las pisadas. Subió lentamente un par de pequeños y breves escalones. Y allí en el suelo, había escrito un oráculo: ‘si quieres saber sólo tienes que levantar la mirada’. ¡Vaya! Así sin más… Y cómo sabe este suelo que vengo dándole vueltas a la cabeza, pensó nuestro hombre. Tendré que levantar la cabeza, musitó en voz baja… Y lo hizo…
Una especie de pedrada golpeó por el adentro del pensamiento de nuestro hombre, y lo que antes era oscuridad empezó a convertirse en luminosidad. Lo que antes era un tartamudeo de pensamientos inconexos comenzó a convertirse en una enorme cadena de vivencias y sentimientos que poco a poco iba llenando su mente y su corazón. Y entonces, en el regocijo que sentía por aquella turbulencia mental miró a los ojos que le estaban mirando. Y la vio, la contempló… claramente, sin atisbo alguno de error, equivocación o locura… era el rostro de su madre, que pacientemente esperaba que se fijara en ella.
Y entró por aquella profunda oscuridad tenue de su mirar, y no se perdió, sino que se encontró a sí mismo recordando con facilidad pasmosa todo aquello que antes trataba de recordar mientras caminaba. Y miró a su alrededor y sí que vio los mil colores que se extendían más allá de lo que su vista le dejaba ver. Y recordó de pronto lo que disfrutarían por allí correteando su perros, corriendo en libertad tras alguna que otra presurosa mariposa. Y volvió a deleitarse con aquel amado y añorado rostro para volver a perderse en su mirar. Perderse para encontrarse, una vez más. Reencontrarse con el amor de su vida, con el ángel que cuidó de él hasta el final de sus días. Un estallido de emociones y vivencias que le recordaron que los buenos momentos no se pierden, que el amor verdadero no te abandona nunca, y que te siguen, incluso a la eternidad. Recordó, a continuación, dos rostros infantiles. Dos soles que comenzaron a irradiar luz y calor a su corazón mientras giraban. Una sonrisa rotunda marcó su rostro. No había otra forma de saludar el recuerdo de sus hijas amadas, que la más sincera de las sonrisas. Un gesto tan sencillo como ese encierra kilates de orgullo, amor y felicidad. Incluso, pudo ver, más bien atisbar, un pequeño resplandor que pululaba alrededor de una de ellas. Todo aquello llenó de gozo su corazón. Recordando todo aquello olvidó lo que le preocupaba. ‘Has hecho muy bien todo aquello que te correspondió hacer, hijo mío’… le dijo la anciana de la rueca.
Y hubo más recuerdos aquel día. Rostros de hombres y mujeres, hermanos y hermanas, sobrinos y sobrinas, personas con las que había compartido los momentos de su vida. A las que entregó lo mejor de sí mismo y de los que recibió lo mismo que entregó. No hay dudas, no hay ni siquiera un pequeño resquicio para la indeterminación. Aquel hombre era, es y será siempre, y por siempre, una persona amada y querida por los suyos, por su gente. Que su presencia nunca caerá en el olvido, que aunque la vida siga su curso por los vericuetos ruidosos del día a día, siempre habrá un momento de pausa para que un recuerdo se acuerde de él.
Cuando las dudas se convierten en seguridades. Cuando el temor se transmuta en paz. Cuando el sufrimiento da paso al sosiego. Quietud… sólo hay quietud. Cuando el solemne momento del porvenir se hace claro y nítido y se acerca nuestro destino, asumimos con serenidad lo que nos corresponde. Lo que hicimos mientras vivimos deja un surco profundo en la eternidad que nos espera, dicen los sabios de distintos lugares. La bondad y el buen vivir, a pesar del sufrimiento final, no son cuestiones menores; al contrario, es eso lo que deja auténtica marca en el éter cósmico que nos acoge a todos. Tiene que ser lo bueno y lo mejor lo que quede en nuestra memoria, y no el sufrimiento sufrido que fue vano e insensible, que no supo ver en el corazón de un buen hombre. El amor que diste, el sentimiento que dejaste tras de ti sobre los que te rodearon marcan la diferencia, y dejan un hondo poso. Porque son muchas las personas que lloraron tu pérdida, y muchos lo que te echaran de menos, muchos lo que añorarán tus consejos y tu fin ironía. Demasiados, quizás, los que sentirán un vacío que no se puede llenar. Cuando todo eso ocurre, cuando tantos añoran a uno sólo es porque ese uno sólo fue un persona remarcable que merece, sin duda, su puesto en la eternidad.
La anciana toma de nuevo su asiento ante la Rueca, junto al Pórtico, en medio de aquel paraíso colorido. Ya no hay nada que le preocupe. Ni existe un pequeño atisbo de lo que le entristecía. Otro rostro familiar se acerca a su lado. Es un niña pequeña con coletas y cara de no haber roto un plato en su vida que lo toma de la mano. Estamos juntos como siempre hermano. Vamos…

PD: Dedicado a mi tío, Bombero y mejor persona... cuida de todos nosotros allá donde estés...