14 de enero de 2012

Lo humano y lo inhumano



Una de las obras maestras de de Don Miguel de Unamuno, 'Del sentimiento trágico de la vida', comienza haciendo referencia a una célebre frase de un autor latino llamado Terencio. Dice así:
"Homo sum: nihil humani a me alienum puto, dijo el cómico latino. Y yo diría más, nullum hominem a me alienum puto".
La célebre frase se traduce como sigue, 'Soy hombre y nada humano me es ajeno', pero Don Miguel matiza diciendo que 'Soy hombre y a ningún otro hombre estimo ajeno". Es la solemne proclamación de la verdadera hermandad de los hombres de carne y hueso.
Yo, a Don Miguel lo quiero como si fuera de mi familia. Lo conozco, a través de su obra, pero no lo he tratado nunca. Hay gente a la que se quiere, pero a la que no se ha conocido ni tratado nunca. Es la humanidad que tenemos, esa humanidad que nos convierte en seres excepcionales. Como a Marta, como a los padres de Marta. Se les quiere y aprecia sin conocer nada de su vida. Se les quiere por el sufrimiento, por el padecimiento, por la rabia de la injusticia. Por la entereza, por el afán de lucha, por intentar salir del pozo de la pena y la angustia. Es un amor egoísta el mío, tal vez. Les quiero porque lo que les ha pasado a ellos les podía haber pasado a cualquiera de nosotros. A mí mismo, a mi hermana, a mis hijos. Y como nada de lo humano me es ajeno, no me es ajeno el sufrimiento terrible de la niña aquel día. Ni el sufrimiento de los padres desde entonces. Ni me es ajena la justa rabia por la injusticia perpetrada por las leyes esta semana que acaba. 
Pero de algún modo hay algo aquí que retumba por dentro. Precisamente Don Miguel enseña como nadie que lo humano es contradictorio. Por eso, junto a lo humano que nos convierte en seres excepcionales, está la humanidad del monstruo, conviviendo día a día, chocando y destruyendo a su paso todo lo bueno que somos capaces de construir. Ahí están los innombrables. Humanos pero innombrables. Ellos son los sin nombre. Para mí, en esta mi casa, mi blog, no tienen nombre, ni figura, ni rostro, ni voz ni voto. No les niego su humanidad, les niego la capacidad de humanizarse mediante su nombre. Son los innombrables, las Erinias de la Grecia antigua, las diosas de la venganza y la sangre. Ellos, todos, en lo más deleznable de su humanidad, le negaron a Marta lo más humano de su humanidad: la vida. Ahora nosotros, todos, ahítos de sufrimiento, debemos apretar los dientes y tratar con humanidad a quien no dio humanidad. Ser racionales y mantener la calma. Y no ser como ellos, no convertirnos en Erinias vengadoras y cruzarles el alma con lo primero que se pille a mano. No perder el rostro, ni la voz. Ha de existir una diferencia, un salto entre la humanidad que nos humaniza a nosotros que sufrimos impotentes y esos innombrables. No hay hermandad posible entre los monstruos innombrables, sin rostro ni voz, y nosotros. No la hay, no puede haberla. Ese nombre, Marta, es y será, para muchos, más que un nombre, una voz o un rostro. Será el símbolo indeleble de la humanidad maravillosa que somos y que corre tanto peligro ante la sangre y la venganza de los sin rostro, de los sin nombre. Los humanos sin humanidad. Y no podemos ser como ellos. Pero no sólo corremos peligro ante los innombrables. Resulta que la humanidad no ha encontrado un aliado en el lugar esperado. La ceguera.
Porque esto no queda aquí. Esto no termina aquí. Porque el quebranto que la humanidad innombrable ha infringido sin misericordia sobre Marta, sobre su familia, ha sido posible gracias a una ceguera. Y que me perdonen los ciegos y los sordos por usar esta metáfora. Hay quien no quiere mirar a la cara de los que tienen rostro, hay quien no quiere mirar a la cara de Marta, de su familia. Hay quien no quiere escuchar la humanidad de un llanto y un legítimo grito de auxilio. Hay una humanidad que no ha querido darle humanidad a Marta. Una humanidad ciega que antepone su ceguera a su humanidad. Una humanidad que antepone la sordera al auxilio, al socorro de la víctima. Yo soy sanitario y tengo el deber inexcusable de auxiliar al enfermo, al que sufre enfermedad. El ciego, el sordo, sus relucientes togas, sus magníficos tronos, sus mazos contundentes, su ceguera, su sordera no han socorrido al menesteroso, al necesitado, al débil, a Marta. Es la ceguera, la sordera inhumana que ningunea a la humanidad. Sostiene impasible su balanza mientras a sus pies se sufre hasta la muerte. ¿Cómo podemos ser hermanos de estos ciegos y sordos? De los que no quieren mirar con humanidad, de los que no quieren oír con humanidad, de los que no quieren razonar con humanidad. De unos humanos que pudiendo ser humanos no han querido serlo y han decidido ser ciegos y sordos. De los que han terminado por favorecer a los innombrables. ¡¿Cómo?! Nada de lo humano me es ajeno. La ley no es humana por eso la humanidad no le interesa. Nada de lo legal me es ajeno, dirá la ley. La ley está en la cabeza de los ciegos y los sordos. Son como unos robots, son unas máquinas, unos mecanismos, que actúan inhumanamente, como la ley inhumana ciega y sorda, como la letra escrita por unos políticos estúpidos. A los humanos, a los que miramos, a los que tenemos voz y rostro, nos juzgan unas máquinas, sin visión, sin oído, sin tacto, sin emociones ni sentimientos. Nos juzgan unas máquinas, unos seres cibernéticos a los que todo lo humano les es ajeno. Marta le es ajena a sus mentes tabuladoras, maquinadoras, calculadoras, inhumanas. Su cálculo, su raciocinio robótico, su ceguera, su sordera, su pasividad, su neutralidad inhumana no ha podido con los innombrables, con la sangre y la venganza. La ceguera que no ve la muerte, la sordera que no oye los lamentos, el cálculo racional y robótico que no llega siquiera a rozar y entender cómo se le puede hacer tanto daño al alma de esa niña.

Ya termino, desde aquí, desde un lugar donde nada de lo humano es ajeno, se sufre por Marta y su familia. Se desespera por la ceguera y la sordera de los robots no humanos. A los innombrables que los parta un rayo.