22 de abril de 2014

La fábula del desdichado y el mago de la lámpara equivocada.

Ni una gota de agua. Ni una brizna de esperanza.
El desdichado se movía lentamente por entre las profundas dunas del desierto.
Cada paso movía una cantidad ingente arena, haciéndole perder, en hemorragia, las escasas fuerzas que todavía le quedaban.
El calor del sol era una constante matemática imposible de soslayar. Un auténtico castigo, una auténtica tortura.
Pero algo tiene el desdichado en su interior que lo mueve como un autómata por el tórrido oleaje de sol y arena. Un instinto animal y de supervivencia que mueve sus piernas y que tapa la boca de sus razonamientos.
En una de esas subidas y bajadas se encuentra, revoleada, en medio de la nada, una lámpara mágica. 
Por un momento entrega una poca de la fuerza que le quedan a esbozar una sonrisa de satisfacción y alivio. La frotó.
Allí, entre fanfarrias de luz y sonido apareció el típico genio de la lámpara; con su turbante blanco, sus brazos musculosos y su barbita de chivo.
- El primer deseo -le dice secamente al pobre hombre.
- Poder comer estaría bien -les respondió. 
Ni un zas, ni un kaboom, junto al hombre simplemente apareció una caña de pescar.
- El segundo deseo -le volvió a decir secamente el genio.
- ¡Vaya!, después de lo que acabas de darme, no sé. Poder beber agua, es lo que quiero -le contestó.
Allí estaba, un segundo después, junto a la caña de pescar, una horquilla de zahorí.
Las dunas, la caló, el maldito genio. El desdichado era ahora el tipo más encabronado en aquel mar de arena.
- Tu último deseo -le dijo. 
- ¡Sácame de aquí! -le contestó enfadado.
Al siguiente abrir y cerrar de ojos ya no estaba en el desierto de arena. Estaba en medio de un pedregal seco, con el mismo sol de justicia radiando calor sobre su cabeza. Ya no estaban ni el genio y la lámpara.
- Hijo de puta -balbuceó. 
Cogió la caña, la horquilla, toda su frustración  y siguió caminado entre rocas, cantos, grava y guijarros de infinitas formas y tamaños.

Ahora, como en toda buena fábula que se precie, llega el momento de la moraleja. Pero, quién soy yo para imponer moralejas a los lectores. Que cada cual saque las suyas, y me digan, pues no haber entrado en el desierto. O, haber pateado bien lejos la lámpara. O mejor, pide una botella de agua Lanjarón de litro y medio, un plato de macarrones con tomate y sácame de aquí y llévame al Starbuck de la Campana ahora mismo. ¡Qué se yo!



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