29 de enero de 2017

Populus (1ª parte)

79.

- El populista, realmente, no se reconoce a sí mismo como tal. La gente que los vota tampoco. Hay ahí una perfecta simbiosis entre unos y otros. Lo que hace de esta unión algo temible es la ceguera voluntaria –‘no hay peor ciego que el que no quiere ver’-, unido al dejarse llevar por todo lo que el líder considere justo y necesario. Los que están dentro piensan que lo de populismo es poco menos que una etiqueta, o una especie de insulto. Los que estamos fuera, lo que nos preocupa realmente no es insultarles ni faltarles al respeto, sino la resistencia al pensamiento crítico de unos y otros. Y, por supuesto, el simplismo con el que interpretan las cosas del mundo.

- ¿Por qué las propuestas de los populistas tienen un grandísimo impacto sobre sus votantes, dónde radica su atractivo, qué hay en ellas que le procuran semejante carga de convicción? Un primer y rápido vistazo sobre el asunto nos dice que el populismo es una forma masiva de inmadurez. Inmadurez en el sentido siguiente. Se da la circunstancia de que una masa crítica de personas se encuentran en la misma situación: la incapacidad de gestionar la frustración de habitar en un mundo en el que la interactuación erosiona profundamente. La frustración frente a las complejidades de la vida les lleva a caer rendidos a los pies de aquellos que les venden fórmulas sencillas de solución de sus problemas complejos.

- ¿Y no es esto lo que lleva haciendo la tecnología toda la vida? Hacer fácil -mover el dedo por la pantalla táctil de nuestro móvil- lo difícil -cómo funcionan el jodido aparato. De modo inconsciente la gente suele funcionar (ojo, hay excepciones, gracias al cielo) en la política como lo hace en la vida real. No se compra el aparato más difícil de manejar. Ni le decimos a nuestros hijos que estudien la carrera que les llene sino la que pueda darles una mejor colocación laboral. Ejemplos como estos, de búsquedas de cosas sencillas antes que complicados, son abundantísimos. 

- El populista sabe detectar como nadie qué es lo que quiere oír el votante, qué es lo que anhela, que es lo que quiere y, especialmente, por dónde se encuentran sus seguridades. El populista es la promesa de que quedarán eliminados todos los obstáculos en la consecución de esos deseos. En cierto modo es una vuelta a la tierna infancia. Esos días en los que los padres hacían que el mundo fuera sencillo, pues eran estos los que tenían que lidiar con los muros que los críos no podían saltar. El populista sabe cómo funcionan esta clase de resortes. Y en vez de educar a la ciudadanía mostrándoles cómo moverse en un mundo lleno de trabas, riesgos e incertidumbres, en los que existe una interacción constante u multilateral que puede llegar a ser muy corrosiva, se muestran a sí mismos como el progenitor protector que asume el facilitarle las cosas, eliminar sus preocupaciones y llevarlos, cual Moisés, a la tierra prometida donde el maná solo hay que recogerlo del suelo. 

- Y digo otra cosa: combatir el populismo con desprecio intelectual y racionalismo duro no lleva a ningún sitio. Porque, precisamente, los populistas se blindan frente a éste con una retórica directa y un lenguaje sin requiebros –simplismo de nuevo, aunque sea impostado- alejado de cómo la gente que le vota entiende que es la clase política profesional. En cuanto aparece la crítica intelectual al voto populista -como un desprecio, mirando por encima del hombro al pobre truhán que no sabe lo que vota-, el votante del populista reconoce como cierta la defensa que el populista hizo anteriormente frente a la política más institucional. Se siente insultado por el intelectualista y, por ende, aumenta el apego al populista y la decisión en su voto. Por desgracia, me parece que en la historia hay varios ejemplos, el populismo se cura cuando la gente prueba en carne propia la tragedia. Tragedia que se une a la ya existente y que le arrojó en brazos del populista de turno.

No hay comentarios:

Publicar un comentario